Fragmentos




 Llegada de Cecilia a la Patagonia

Mientras esperaba en el hall del aeropuerto de Comodoro Rivadavia que apareciera Conrado Lan, Cecilia dejó en el suelo el bolso marrón, se quitó los guantes y sopló sobre los dedos de las dos manos un aliento humeante. A fuerza de soplar, se fue cubriendo la cara con un velo de niebla que le empañó los anteojos. Había perdido los pies y las orejas, no los sentía más. De solo entreabrir la boca para soplar le punzaban las encías un centenar de agujas diminutas, y cuando escuchó que un hombre le decía a la mujer tomada de su brazo te das cuenta, vieja, estamos a veinte bajo cero, un escalofrío le estremeció el cuerpo pero no se arrepintió de haber venido a pasar unos días en la estancia de los tíos de Julia. Todo lo contrario. Es la mejor idea que he tenido en añares, pensó levantándose el cuello del gamulán.
Al final, quien vino a buscarla fue Jacinto, un peón con la cara picada de viruela y sin el meñique de la mano izquierda, no el tío Conrado. Había llegado tarde porque tuvo que hacer compras en la ciudad, dijo, pero no se disculpó. Y los doscientos kilómetros que los separaban de Las Chacras, en las cercanías de Las Heras, les llevaron una eternidad. Cinco horas. Seis. Quién sabe, una eternidad. La nieve y el estado en que se encontraban los caminos y la furgoneta, que Jacinto pretendía conducir como si fuera una Ferrari, fueron la causa de tanta lentitud. La primera parte del trayecto, a través de las quebradas y cañadones de Pampa del Castillo y hasta que se vislumbraron los molinos de viento de Sarmiento fue la más benigna. Luego, cuando viraron hacia el sur, a Cecilia le pareció que ya no había más camino y estaban cortando campo. Avanzaban a través de un terreno pedregoso e irregular, cubierto de espinos, salpicado de mogotes y parcheado de nieve hecha hielo por el frío. Un frío excesivo, incluso para esas latitudes. Los barquinazos del coche le trajeron dolor de cabeza y hasta náuseas y el reflejo del sol sobre la nieve le lastimaba los ojos. De tanto en tanto, apartaba la mirada de los matorrales de molle y calafate recamados de carámbanos e inclinados de oeste a este por la mano firme de los vientos y buscaba en el bolso la foto de la mujer rubia que había traído con ella y que al principio, deslumbrada por la luminosidad del exterior, no veía, pero que a medida que sus ojos se habituaban a la penumbra, iba apareciendo, poco a poco, rasgo a rasgo, como los dibujospara colorear con agua de su infancia. Cecilia hubiera podido hacer preguntas, tratar de averiguar algo de Las Chacras o los Lan antes de llegar a destino, pero no, iba en silencio, no quería conversación y además Jacinto no le inspiraba simpatía. Jacinto habló una vez. Señalando unas aves zancudas a lo lejos, dijo: Son avutardas, si vuelan hacia el norte, es que se viene una nevazón. Y cuando el auto se empantanaba o el camino se volvía demasiado tortuoso, abría una boca de dientes manchados que despedía efluvios de tabaco y alcohol e insultaba a la madre del auto,con toda naturalidad, como si el auto tuviera madre y como si no se encontrara junto a él la señora de Buenos Aires que venía de visita a la estancia. Ella no se impacientaba. A decir verdad, ya no tenía prisa por llegar, sentía de pronto como si no fuera a ninguna parte, como si el viaje no tuviera destino, porque nada podía haber al final de esa estepa triste que estaban atravesando. Se dejaba llevar, bamboleándose al ritmo de los baches del camino, sin ofrecer resistencia, sin tensar un músculo, como si fuera una muñeca de goma, lanzando ayes y huyes cuando los corcovos eran demasiado bruscos y se golpeaba la cabeza contra el techo. Pero al ver a su derecha el ovillo rojo del sol con los bordes deshilachados que se acercaba al filo del horizonte, se inquietó. Ahora que se daba cuenta, en todo el trayecto no había pasado ningún vehículo. ¿Falta mucho para llegar?, le preguntó a Jacinto sin mirarlo, y Jacinto se encogió de hombros y con una risita que ella interpretó burlona, dijo: No, ya llegamos.
¿Pero qué pasa si se descompone el auto?, yo no vi pasar un solo coche por aquí. No se preocupe, doña, hay linterna, mantas y un termo con agua bien calientita pa’l mate, soy hombre prevenido, no se preocupe, dijo Jacinto. ¡Cuidado!, gritó Cecilia, por favor, mire dónde se mete que vamos a volcar. Pero no, dijo Jacinto, como si estaría con Reutemann, doña, quédese tranquila, qu’es como si estaría con el mesmito Reutemann. Y la rueda de auxilio ¿dónde está?, preguntó Cecilia mirando hacia atrás. ¿La rueda de auxilio?, dijo Jacinto, la tiene el Aparicio en Las Heras pa’ emparcharla, me hizo acordar que mañana la tengo qu’ir a buscar. A partir de ese momento, tan seguido miró Cecilia el reloj, que le parecía siempre la misma hora. Solo cuando Jacinto dijo que aquellas eran las luces de Las Chacras, relajó las mandíbulas y dejó de torturarse los nudillos.


La lluvia de cenizas

Las cenizas empezaron a cubrir Las Chacras el lunes 12 de agosto de 1991. Esa mañana, el celeste desmayado del cielo vaticinaba una tarde fría y seca, igual a las otras de aquel invierno. Por eso, cuando después del almuerzo el día capotó y se oyó un estruendo de fin del mundo, en Las Chacras todos enmudecieron y se miraron alarmados. Sin soltar el cesto del tejido, Elena se levantó de la mecedora,fue hacia la ventana, la abrió, vio el tropel de nubes negras lanzadas al asalto y le dijo a la Lorenza ayudame a entrarla ropa tendida, se nos viene un temporal. La Lorenza, que ya encaminaba sus ochenta kilos rumbo a la siesta sagrada,obedeció refunfuñando, y los demás, tranquilizados, siguieron con lo suyo. Sí, se venía un temporal imprevisto. Media hora más tarde se hizo noche cerrada y estalló un tumulto de voces y gritos animales. Al rato, el viento silbante del oeste, de la cordillera, cargado de un olor irritante de azufre, transformó los postigos, las puertas, las ventanas, los aleros y los techos en una comparsa desafinada. Los caballos se encabritaron, las ovejas se desbandaron, el corral de las aves se convirtió en un pandemónium, y las polleras de la Lorenza, cuya curiosidad, más fuerte que un viento huracanado, la impulsó a saltar de la cama y salir de la casa mientras todos buscaban refugio, se arrebataron y dejaron al descubierto sus colosales muslos.
Aquí pasa algo raro, gritó Conrado, un simple ventarrón no puede alborotar tanto a los animales. ¿Ventarrón como este en agosto, patroncito?, gritó la Lorenza, mientras entraba en la casa las macetas de malvones. Y enseguida vino la lluvia.
Una lluvia gris, seca y muda, que era en realidad la antítesis de la lluvia verdadera y lo único que tenía en común con ella era que caía del cielo. Como el maná, pensó Cecilia. Si esta bromita dura mucho tiempo se me mueren las ovejas,dijo Conrado.
[…]
Todo el espacio que abarcaba la mirada se había vuelto gris y los latigazos del viento arrancaban gemidos hasta de las piedras y el polvo empezaba a burlar las ventanas cerradas y ya hacía mal en la garganta. Entonces la casa se estremeció como agitada por la mano de un gigante. Chirriaron goznes y vibraron vidrios, se convirtió en balancín la araña de la sala, el fuego del hogar arrojó llamaradas de dragón, cayeron al suelo dos espuelas de la colección colgada sobre el manto de la chimenea, volvieron a oírse truenos que eran como trompetas del dies irae y las cenizas llovieron por unos instantes densas como una muralla.
[…]
El martes el sol no salió, o mejor dicho, salió pero no brilló para la gente de Las Chacras. A la hora del amanecer no hubo alba. El cielo siguió negro y la lluvia de cenizas caía aún sobre una estepa vestida de luto. Los gallos, los perros, las vacas, los caballos y las ovejas habían enmudecido, pero el viento parecía remedar todas sus voces a la vez. De tanto en tanto la tierra temblaba como un animal asustado y un coletazo de luz fría cortaba el cielo.
[…]
El viento había amainado lo suficiente como para que los hombres pudieran afrontarlo y todos trajinaban desde temprano. Había que palear las cenizas para despejar el camino y acumularlas en montículos, que en algunos casos llegaron a un metro de altura. Limpiar y reparar los techos. Campear las ovejas dispersas por las quinientas hectáreas de la estancia, y como las cenizas impedían cortar el rastro, la faena sería lenta y penosa. Curar a los animales heridos y dar el poco pienso que quedaba a las ovejas preñadas, porque iban a empezar a parir en un par de semanas y era el momento en que más alimento necesitaban. Despejar de cenizas los pozos de agua y cubrirlos. Enterrar a los animales muertos.
Volver a colocar la antena de televisión. Buscar provisiones. Conrado despachó a un peón a Comodoro Rivadavia para que trajera forraje, pero dos horas más tarde el peón volvió a Las Chacras con las manos vacías y la cara tiznada. Todos los caminos estaban cerrados por falta de visibilidad. Además, decían que los precios se habían vuelto prohibitivos.

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Cecilia en Nueva York

Era un día espléndido, no hubiera podido ni siquiera imaginar tanta luz después de tanto gris. El azul azul del cielo y todo ese sol dorado le daban ganas de creer en el paraíso y la corte celestial. Entonces, esa era Manhattan, el ombligo del mundo, con sus rascacielos como astronaves listas para el lanzamiento, sus millonarios con dólares suficientes para empapelar el camino a la luna, vibraciones tan intensas que le hacían pensar a uno que iba a entrar en órbita y bichos raros para poblar otro planeta. La había visto en el cine, conocía su perfil y su perspectiva aérea, sabía de su movimiento vertiginoso, el ruido y la violencia de sus calles, y la variedad de orígenes, colores y lenguas de sus habitantes, pero nunca había olido sus olores. Y por el momento le parecía que Nueva York olía a comida sobre todo, comida en preparación, consumición o descomposición. Un tintineo de platos y copas la llamó a la realidad y un súbito olor a Chop Suey le revolvió el estómago. Se había instalado junto a la puerta que acababa de abrirse de la cocina de un restaurante chino. Salió un chino con un gran paquete en la mano y ninguna expresión en la cara, la esquivó en silencio, se montó a una bicicleta y se lanzó de contramano en medio del tráfico, sorteando taxis, camiones y autobuses.
[…]
En la mañana del martes, fue hasta la ventana y vio, desde el trigésimo primer piso, un sol majestuoso, un día para bailar al aire libre, para estar de fiesta y no torturarse con hipotéticos “tendría” o “habría”, un cielo límpido que pedía pájaros recortados contra el azul. Y no había pájaros, pero estaban las aletas metálicas del Chrysler, ahí, tan cerca. Se vistió contenta, sin dejarse desalentar por tener que ponerse la misma camisa, el mismo pantalón y la misma chaqueta.
[…]
Salió a la calle y, apenas puso un pie en la vereda y los rayos del sol la encandilaron, se sintió atraída, aspirada por una fuerza bienhechora que la dispensaba de su propia voluntad, la sustentaba y le ofrecía la ciudad entera. Y ya no caminó asustada, con la mirada fija en la punta de sus zapatos, esquivandola mirada de los demás, no. Caminaba sin miedo y alegre por el centro de la ciudad, y como aún no conocía el laberinto de callejuelas del sur, se dijo al cabo de un rato que la urbanización de Manhattan respondía a un impecable plan racional que no condecía en absoluto con sus siniestras tripas, es decir, el subterráneo que la había transportado hasta allí. Las calles corrían de este a oeste, cortaban en riguroso ángulo recto a las avenidas y llevaban números en vez de nombres. Era una ciudad abierta, expuesta, pródiga, que no temía al enemigo, al intruso, al invasor, una ciudad respetuosa del recién llegado y que le facilitaba su acceso.
La agresión constante, los delincuentes agazapados en la oscuridad,la suciedad, el ruido, los edificios tan altos que impedían ver el cielo y no dejaban penetrar los rayos del sol, el infierno terrenal que bullía en las calles de esa ciudad mítica eran sin duda estereotipos producidos por la imaginación de visitantes deseosos de vivir su viaje como una aventura peligrosa y no tenían nada que ver con la realidad.
[…]
Después de dos horas de caminata, tenía que contenerse para no saltar y gritar. Iba sonriente, mirándolo todo, una curiosidad imperiosa la devoraba. Quería que sus ojos abrieran brechas en los muros, necesitaba saber lo que pasaba del otro lado, adentro, penetrar las apariencias. Sus ojos, que no lograban perforar el hormigón, empezaron a ver colores que nunca habían visto, multitud de tonos, matices, gamas sorprendentes.
Una avalancha de impresiones cromáticas la trastornaba, por momentos se sentía enceguecida por un exceso de luz. Se quitó los lentes, se restregó los ojos, se detuvo para tomar aliento. Pero no, tenía que continuar, no podía perder tiempo; ahora doblaba esa esquina porque la atraía un olor a castañas asadas; ahora cruzaba la calle para ver el traje verde jade en esa vidriera; ahora corría porque allí había un edificio con columnas colosales que quería ver de cerca, ya, ya mismo; ahora seguía a un hombre que fumaba en pipa, porque siempre le había resultado irresistible el aroma de la pipa. En esa ciudad cartesiana y angulosa, distinta de la imaginada, era libre, libre y se sentía segura por primera vez en su vida. Un placer casi sexual la confundía. Una sed de sensaciones la deleitaba y aturdía a la vez. Los edificios estaban vivos, respiraban, palpitaban, eran gigantescos guardianes de un mundo maravilloso hecho a medida para ella.
Al placer se fue mezclando poco a poco el malestar. Estaba agobiada. Temió desvanecerse. Pensó que si entraba en esa gran tienda, cuyas vidrieras con maniquíes vestidos de seda azafrán y tocados con diademas de rosas blancas la hacían viajar a un país encantado, lograría calmarse.
Cuando salió de la gran tienda donde no se calmó, pero perdió la noción del tiempo, por encima de los rascacielos se había corrido un telón morado y las ventanas, las vidrieras, los faroles, los carteles, las cúpulas se habían encendido. La función nocturna acababa de empezar y prometía ser mejor que la matiné y la vermú. ¡Pero había negocios que no cerraban nunca! ¡Y cines, restaurantes, almacenes! La ciudad era una madre nutricia lista para dar cuando le pidieran, respetando la libertad de cada uno, la verdadera libertad, la de invertir el día y la noche y dormir, comer, divertirse, comprar sin someterse a la tiranía de un mismo reloj.
Llegó a Times Square a medianoche y las luces de neón la deslumbraron. A su alrededor, la gente salía de los teatros y se disputaba los taxis. Mujeres vestidas de largo y hombres en esmoquin se resignaban a esperar el autobús.
Las limusinas de siete metros de largo y vidrios ahumados transportaban a los conocidos y desconocidos de siempre. Las prostitutas en minifaldas sucintas, botas de plástico hasta la rodilla y pelucas baratas se paseaban indolentes. Algunos negros ofrecían a buen precio relojes robados. Borrachos tumbados en el suelo pedían un dólar. Matones, rufianes, rateros, policías de civil y alcahuetes de la mafia, igualitos en cuerpo y alma, esperaban la ocasión de intervenir. Cecilia miraba todo como si se paseara en un parque de tracciones, desbordante de alegría, sonriente, como si acabara de ganarse un osito de peluche embocando argollas en el cuello de los patos de plástico, porque la ciudad era un calidoscopio infinito, porque se había librado de un psicópata y estaba segura de que una buena estrella la protegía. Esa noche era un sueño regalado por un gran hipnotizador y no se quería dormir para no tener que despertarse. Entonces no se acostaría, se quedaría levantada y vería salir el sol sobre el río. Caminó hacia ninguna parte, sin importarle la brisa que se había levantado y le enredaba el pelo y le enfriaba la cara; sin oír las sirenas de los bomberos, la policía y las ambulancias; sin ver a los vagabundos con una botella de vino barato dentro de una bolsa de papel marrón que se le acercaban tambaleantes para pedirle dinero, ni a los vagabundos que buscaban latas vacías y restos de comida, ni a los vagabundos dormidos bajo casillas improvisadas con cajas de cartón. Junto a la montaña de bolsas de basura que había al fondo de esa calle lateral en tinieblas, vio una agitación de siluetas pequeñas y ágiles. Primero pensó que eran perros y después vio que eran ratas, pero no sintió miedo. La Cecilia del miedo a flor de piel había desaparecido.
Aquella Cecilia no era esta Cecilia. Esta tenía una clara sensación de poder, de seguridad. Caminó y caminó,hacia el sur y sin rastros de miedo. Deambulando por las callejas sinuosas y solitarias de un barrio con casitas bajas de ladrillos rojos y verjas de hierro que estaban a un siglo de distancia de los rascacielos de vidrio y acero, sintió que su cuerpo se dilataba, ocupaba más y más espacio y a la vez se volvía más y más ligero, que el tiempo dejaba de existir; el tiempo que ella había conocido hasta entonces quedaba abolido y comenzaba otro nuevo. La sensación de poder se transformó en sensación de omnipotencia, de invulnerabilidad.
Su cabeza no pesaba; su mente podía conversar con los ángeles; sus manos podían tocar las manos de la multitud de seres invisibles que estaban allí para protegerla, enseñarle el camino, guiarla. Y después vino la voz, esa voz, tan suave, acariciadora, celestial, que le revelaba el gran misterio; sí, hay un momento en el que se empieza a vivir, cada uno tiene su momento; si doblas esa esquina no podrás volver nunca más hacia atrás, nunca más, ha llegado tu momento. Arrastrando los pies, Cecilia dobló la esquina, se apoyó contra la pared y se dejó caer hasta el suelo. Estaba extenuada.