"The ties that bind"



Matrofobia y matrilinealidad en Un aire de familia de Silvia Italiano

            
Pocas relaciones humanas alcanzan tal grado de intensidad y al mismo tiempo de contradicción como la relación madre/hija, en donde el amor y el odio, la obsesión y la indiferencia, la admiración y el desprecio se funden y conjugan de tal modo que es casi imposible saber dónde termina un sentimiento y dónde comienza otro. Sin embargo, este tema tan cercano y conflictivo para cualquier mujer apenas ha sido tratado dentro de la narrativa femenina hispánica hasta estos últimos años. En la mayoría de las novelas de este siglo la protagonista o es huérfana de madre o la figura materna aparece meramente esbozada   en un segundo plano. María Inés lagos señala:
El tema de la relación entre madre e hija que domine el relato es infrecuente en la literatura hispanoamericana. En general, las escritoras han evitado este tema tabú debido probablemente a un mecanismo de autocensura, ya que usualmente la exploración del tema madre-hija produce una imagen negativa, o al menos crítica, de la madre (...) Sólo a la muerte de la madre, la autora [puede] verbalizar la frustración de no haber tenido una relación más abierta e íntima con su madre. (137)

            Únicamente tras su muerte, la figura materna es presentada de forma positiva. En las novelas donde la protagonista es huérfana, la madre simboliza un elemento imprescindible para el paso de la infancia a la adolescencia o a la madurez. Esta ausencia funciona como símbolo del desarraigo de la protagonista y de su alienación. Es esta carencia la que contribuye a crear la sicología de las protagonistas presentándolas frágiles y solitarias, sin un modelo con el que poder identificarse y que les sirva de guía. Estas mujeres crecen confusas, aisladas e impotentes en una sociedad patriarcal cuyas reglas no comprenden. Consecuentemente, bajo el argumento superficial subyace la búsqueda de una madre sustituta, una figura materna que las ayude a encontrar su lugar en el mundo[1] .
            Sin embargo, en aquellas novelas donde la madre aparece, su presencia provoca una distorsión radical en cuanto a la manera en la que es construida. La figura materna, en vez de simbolizar el pilar necesario para dar estabilidad a sus hijas en el proceso de adquisición de identidad, es generalmente caracterizada como una caricatura, como un estereotipo ridículo. Se la convierte en un estorbo, en una fuerza opresora que estrangula cualquier intento de independencia por parte de sus hijas. En numerosos casos, además, la figura materna es presentada como un rígido estereotipo de una clase social y, en ese sentido, simboliza los valores y tradiciones que su hija rechaza[2]. Así pues, la madre pasa de ser un ideal para convertirse en la personificación de la presión social que sirve para perpetuar la repetición de los roles sexuales[3].
            La naturaleza conflictiva de la figura materna como construcción imaginaria[4]  y de la maternidad como experiencia han llevado a una abierta matrofobia en todos los campos del fenómeno literario, incluyendo la crítica y la teoría literaria. Por regla general, las mujeres que son madres no son caracterizadas como seres individuales sino que son juzgadas y condenadas por su fracaso en la representación de su papel. Marianne Hirsch en The Mother/Daughter Plot considera que el hijacentrismo es el mayor problema que se plantea al analizar la relación madre-hija en la narrativa escrita por mujeres.  Es decir, la ausencia de la voz de la madre y el predominio de la voz o perspectiva de la hija incluso cuando la misma protagonista es, a su vez, madre.
            Las obras que basan su discurso en el hijacentrismo participan activamente en la represión de la voz materna. Esta represión se basa no sólo en el rechazo de los valores que consideran que sus madres representan, es decir, la reproducción de la economía patriarcal, sino en menospreciar la capacidad intelectual misma de sus madres. La narrativa construye a la figura materna como ignorante, supersticiosa, preocupada únicamente por las apariencias mientras que el padre es quien representa el verdadero conocimiento. De este modo, las hijas parten del principio, propuesto por el mismo patriarcado, que de una madre no se puede aprender nada: su voz, su palabra, su experiencia y su modo de entender el mundo que le rodea son inferiores a los del padre. Por otro lado, las hijas contribuyen al silenciamiento de sus propias madres al aceptar inconscientemente la supuesta necesidad de la ruptura con la madre para poder desarrollar su individualidad.
            Según Luce Irigaray, en nuestra sociedad, el sentimiento de unión con la madre está prohibido. La cultura patriarcal promueve el rechazo y la negación de la madre. Deshacerse de la dependencia emocional que le une a ésta e identificarse con la figura del padre se consideran imprescindibles para poder desarrollarse y madurar adecuadamente. La neurosis nace, por tanto, de la negación del vínculo con la madre, con su matriz, con su útero. Y el repetido temor a la castración no es él de la posibilidad sino él de la certeza del corte del cordón umbilical (“Bodily”  42). En el fondo, esta negación de la madre es un reflejo de la ruptura del vínculo con la naturaleza al pretender olvidar y negar lo que representa su propio origen y, sobre todo, su primera dependencia. Los niños tienen la posibilidad de recuperarse de parte de esa neurosis provocada por este matricidio simbólico porque tienen la figura del padre en la que reconocerse a sí mismos. Al igual que Orestes, pueden recobrar la razón. Sin embargo, las hijas, como Electra, nunca podrán aliviar esa neurosis porque se encuentran doblemente alienadas: de sí mismas, es decir, del mundo femenino, y por el mundo masculino que deben aceptar.
            Irigaray propone que para conseguir la realización de este matricidio simbólico, el lenguaje falogocéntrico patriarcal ha convertido a la figura materna en un “símbolo reverso” al que se le han atribuido  características opuestas a las que en la realidad tiene. En vez de representar el ser que da la vida se la ha convertido en símbolo de muerte; en vez de representar a quien nutre de alimento a su criatura se la ha descrito como devoradora; en vez de dar placer y vida el sexo femenino es representado como castrador (“ Bodily” 41).
            En la novela Un aire de familia (1995) la argentina Silvia Italiano, partiendo del hijacentrismo que reprime la voz materna y desautoriza su discurso y conocimiento —estrategias que refuerzan las estructuras del patriarcado—, consigue desarticular el entramado ideológico que destruye la matrilinealidad. De este modo, crea un espacio alternativo para expresar la voz materna y para que ésta recobre su autoridad y prestigio. Esta novela comienza mostrando a su protagonista, Cecilia, tras un momento de crisis familiar. Desde las primeras páginas, Italiano reproduce el esquema familiar de madre tiránica que impide desarrollarse a su hija y un padre que, pese a su debilidad de carácter frente a su esposa, intenta protegerla con cariño y apoyo. Durante doscientas sesenta y seis páginas se nos muestra una estereotipada relación entre madre e hija, en la cual esta última siente que debe desembarazarse de la dependencia emocional que las une para poder desarrollarse e independizarse. Pese a ello, la fuerza del vínculo materno es tan enorme que Cecilia se siente devorada por los recuerdos que tiene de su madre. Sin embargo, al final de la novela, toda esta construcción se desmorona al otorgar voz a la madre durante cinco páginas. Sólo cinco páginas convierten a Cecilia en una narradora no fiable, todos sus recuerdos son cuestionados, y la voz de su madre, que aparecía anteriormente bajo la perspectiva de Cecilia, se descubre ser la ventriloquía de la voz del padre poniendo en boca de su mujer frases y sentimientos jamás expresados realmente por ella.
            Italiano parte de los típicos esquemas de la relación problemática entre madre e hija pero ofrece una nueva perspectiva. Un aire de familia, al permitir que el discurso materno se contraste con el de la hija, deconstruye todo el montaje ideológico que la lectora había asumido como válido hasta ese momento. De este modo, se pone de manifiesto la contradicción que existe en la mente de Cecilia entre la madre real y la madre ficticia construida mediante la manipulación de sus recuerdos y la importancia que esta doble figura materna tiene en la interpretación de su propio pasado y su personalidad. Italiano cuestiona, por tanto, el hijacentrismo, y denuncia las consecuencias nefastas que la represión y desautorización de la voz materna tienen sobre la hija.
            Linda Schierce Leonard propone en Meeting the Madwoman que existen dos madres para cada hija. Una, la mujer real, atrapada bajo el rol de madre, y otra, la que esta autora denomina la Madre Loca, que es la construcción mental que la hija ha creado de su madre y que ha interiorizado. Esta Madre Loca no es un espejo de la real, sino que se trata de una creación mental basada en la interpretación de palabras y acciones de su madre y su comparación con el mito de la madre ideal que nuestra sociedad propone como natural. Este proceso se corresponde con el acuñado por Freud como el “inconsciente dinámico”, el que Thurer, en The Myths of Motherhood, resume de la siguiente manera:
The mechanism for distorting reality (...) was probably Freud’s most brilliant contribution to our understanding of human behavior. The working of the unconscious, the ever-present, very human tendency to remove disturbing ideas by means of rationalization, compromise, and repression, is known to us all, and helps to explain not only neurotic symptoms, dreams, art, literature, but even something so mundane as why our children may hate us when we are behaving perfectly decently. What they actually hate is their psychic representation of us, not the real thing. (243)

            El objeto de Un aire de familia es lograr, por un lado, desvincular la madre real de la imagen ficticia creada a través de la manipulación de recuerdos por parte de Cecilia y, por otro, desligar a la madre del ser monstruoso o del ser demente, destruir la identificación entre los términos madre y locura. La novela de Silvia Italiano consigue minar las estructuras patriarcales en las que la protagonista se basa para cimentar la re-creación monstruosa de su madre y, así, la novela adquiere un sentido completamente diferente al de las novelas hijacentristas de cuyos modelos parte.
            El argumento de la novela es el siguiente. Cecilia, una profesora de arte de la Universidad de Buenos Aires, encuentra la foto de una mujer con la que su marido reconoce tener relaciones. Este descubrimiento provocará una crisis en ella, no porque destruye un matrimonio ya percibido como vacío por ambos, sino porque en la mujer de la foto reconoce los rasgos de su hermana Amanda, quien desapareció a los doce años. La desaparición de Amanda marcó la vida de Cecilia completamente, no sólo porque su madre nunca pudo superarla sino porque Cecilia, desde los seis años, empezó a sentirse culpable. Cecilia abandona a su marido, su casa y su trabajo, y viaja a la Patagonia donde permanece un mes y medio en casa de los tíos de su amiga Julia. Al empeorar su estado, su amiga se lleva a Cecilia a Nueva York para pasar dos semanas en un intento de ayudarla a superar su depresión. Una vez allí, al día siguiente de su llegada, al perseguir a un ladrón que de un tirón le roba la cadena que lleva al cuello, Cecilia se pierde por las calles y no logra encontrar a su amiga ni recordar la dirección de la casa donde se alojan. Pasados unos breves momentos de ligera angustia se descubre a sí misma sintiéndose liberada. No intenta ni contactar a Julia ni volver a la Argentina. Por el contrario, Cecilia siente que este nuevo espacio geográfico le dará la fortaleza para rehacer su vida.
            Con el tiempo, Cecilia hace nuevos amigos, encuentra trabajo, se tiñe el pelo de rubio, pierde diez kilos, se opera los pechos y asume otro nombre. Estos cambios, que la protagonista interpreta como liberadores, son cuestionados por la lectora al percibir que todos ellos conducen a que Cecilia se convierta en una doble de la mujer de la foto —la cual lleva consigo como un amuleto desde que abandonó su casa en Buenos Aires—, a la que tanto su marido como su madre, Dora, parecen desear por encima de ella. Cuando después de todas las alteraciones físicas decide borrar su antigua identidad adquiriendo un nuevo nombre elige llamarse como su hermana desaparecida: Amanda. Este nuevo nombre y apariencia, pese a que en un principio le dan seguridad en sí misma, poco a poco comienzan a producirle innumerables fobias. Su terror más intenso es el que desarrolla hacia los espejos hasta el punto de no soportar ver su imagen reflejada. A esta especulofobia se añade el miedo a la soledad, a los recuerdos, e incluso al propio miedo. Todas estas fobias  y su gradual intensificación la van llevando a un claro desequilibrio. Al cabo de los meses descubre, por casualidad, de que en la Argentina todos creen que murió en Nueva York en el incendio de una discoteca, porque allí encontraron la cadena con sus iniciales. Es entonces cuando decide asumir completamente la personalidad de Amanda y consigue, mediante un entramado de nuevas mentiras, que su madre vaya a Nueva York para encontrarse con ella. A su llegada, es cuando la narración permite a la madre hablar por sí misma en vez de a través de la ventriloquía de Cecilia[5] . En este momento todos los recuerdos de su hija se insertan como piezas de un rompecabezas diferente al que ella había creado, dando un nuevo significado a su vida y a su pasado. Sin embargo, este descubrir una realidad alternativa a la que ella había construido no la lleva a la liberación sino a la pérdida total de su cordura, a la demencia. Cecilia termina viviendo en una bruma en la que el futuro no existe y el presente y el pasado se encuentran fundidos; en la que ya no puede distinguir quién es ella misma, si Amanda o Cecilia.
            La mayor parte de los recuerdos de Cecilia relacionados con su madre y su padre van desde los seis a los diez años, después aparecen los recuerdos de su madre en relación a conflictos de la adolescencia. En ningún momento la figura de la madre sale bien parada; por el contrario, se la construye como un personaje completamente histérico obsesionado por la desaparición de su hija Amanda e incapaz de querer a su hija menor. Poco a poco, intercalados en el texto y entremezclados con la narración del presente, van apareciendo todos aquellos recuerdos de la relación con su madre que más la han afectado. Todos los recuerdos de Cecilia tienen como objeto re-crear la figura de su madre como una Madre Loca, un ser monstruoso que esgrime como amor maternal una crueldad que raya en el sadismo. Cecilia describe su comportamiento histérico en las continuas peleas a gritos con el padre (53);  la imposición de una educación tradicional basada en la inferioridad física y mental de la mujer: “¿Dónde viste vos una mujer filósofa? No hay ninguna mujer filósofa (...) Hijita, el pensamiento abstracto no es para las mujeres, las mujeres somos materialistas, una mujer no puede desvincularse del cuerpo e interesarse por el espíritu” (56); la idealización de Amanda en detrimento de su hermana menor (54); el hacerla sentir culpable por la desaparición de su hermana (35, 68);  sus continuos intentos de separarla de su padre, de impedir que hicieran cosas juntos (36); su falta de apoyo ante la separación de su marido al tomar el lado de éste (69); e incluso, la represión de su sexualidad: “¿Acaso no había sacrificado su propia realidad carnal?¿Y a qué divinidad? A una mala madre, una divinidad que no concede ningún favor a cambio de los sacrificios en su altar?” (57).
            Sin embargo, los hechos que más marcaron a Cecilia y de los que se responsabiliza a la madre por el posterior comportamiento de su hija están relacionados con su deseo de convertir a su hija menor en una doble de Amanda, deseo llevado a cabo en los “juegos” que Dora inventó tras su desaparición. Cuando se encontraban solas, la madre vestía a Cecilia con las ropas de Amanda mientras pretendía que hablaba y abrazaba a la hija desaparecida, como si Cecilia hubiera dejado de existir.
            La caracterización monstruosa de esta Madre Loca se contrapone con la figura del padre quien desde el principio se construye como la única persona en quien Cecilia parece encontrar apoyo y comprensión. El padre de Cecilia se presenta ajeno a la locura de la madre y a la educación represiva que su hija menor recibe:
Recordó lo ineficaz de la intercesión de su padre y los ataques de llanto incontrolable que desataba en su madre la simple sugerencia de que Ceci y papá saldrían solos, sin que ella estuviera presente para oficiar de cancerbero. Y eso le parecía lo más imperdonable, la barrera que su madre trató de levantar entre ella y el padre, su papi querido, el mejor de todos, el más cariñoso, el más divertido, que no hubiera dejado disfrutar de ese padre extraordinario que perdería a los diez años, y cuyo único defecto había sido el no tener suficiente carácter para hacerle frente a su mujer. (36-7)

El padre es descrito como un ser impotente ante la autoridad y tiranía maternas. Sin embargo, pese a no poder evitar el comportamiento sádico de su esposa, Cecilia le atribuye en sus recuerdos el papel de figura protectora. Además, le convierte en el intercesor entre madre e hija, pues repetidamente intenta que no se rompa el vínculo de amor que debe existir entre ambas. En otras palabras, el padre es quien es presentado luchando por salvaguardar la matrilinealidad que parece no existir, de hecho, en ningún momento. Como si esta matrilinealidiad en realidad fuera antinatural en esta relación entre madre e hija y, por tanto, él se empeñara en un imposible.
            En Un aire de familia se contrapone el tiempo presente con los recuerdos de la protagonista para marcar la relación causa y efecto que existe entre el modo de ser y el comportamiento actual de Cecilia y su pasado. A pesar de ello, los recuerdos no se suceden con facilidad porque, desde el principio, la protagonista intenta reprimirlos.
No quería recuerdos. Sus recuerdos sólo podían reavivar rencores y a una madre no se la puede acusar. Las madres son seres abnegados que aman sin condición a la sangre de su sangre. Las madres, todo el mundo lo sabe, aman a los hijos idiotas y criminales con la misma generosidad. La falla está siempre en el hijo, en su ingratitud, en su egoísmo. No, a una madre no se la puede acusar. Cecilia se sentía infame con su dolor y sus recuerdos inculpatorios. Por nada del mundo quería recuerdos, por nada del mundo. (39)

En estas líneas quedan  vinculados estrechamente el hecho de recordar con la figura materna. Como si el mero hecho de recordar sólo pudiera traer consigo la presencia monstruosa de la madre. Sin embargo, hay algo aquí que no funciona. Cecilia se dice a sí misma que “a una madre no se la puede acusar” después de que ya ha dado a la lectora numerosas muestras de la supuesta crueldad de su madre. En esta cita se declara infame, ingrata y egoísta por acusar y recriminar el comportamiento inhumano de su madre. Cecilia se monstruiza para afirmarse aún más como víctima. Como sugiere Gallop al comentar sobre la descripción de una misma como un ser monstruoso: “once the ironic reversal is decoded, the self-portrait is revealed as immodest boasting. The image of the monster thinly disguises a monstrous narcissism” (13). Otro aspecto interesante es que esta cita incide una vez más sobre el aspecto antinatural de la matrilinealidad, de la artificialidad de forzar el amor entre madre e hija por tratarse de dos personas completamente incompatibles para dar y recibir amor, dado que el primero es un ser devorador y el segundo necesita libertad e independencia para desarrollarse. Estas palabras son uno de los primeros indicios para cuestionar la fiabilidad de la perspectiva de Cecilia y su modo de interpretar sus recuerdos.
            En varias ocasiones la protagonista se reconoce como una persona sin recuerdos. No sólo es incapaz de recordar su pasado sino que, además, apenas una persona desaparece de su vida, con ella desaparecen todas las imágenes que posee de ésta. Es como si el pasado, su niñez, nunca hubiera existido. En su mente solo caben las imágenes del presente. Sin embargo, al alejarse físicamente de la presencia de la madre es cuando los recuerdos empiezan a brotar sin control, como piezas sueltas de un rompecabezas.
A Cecilia le sorprendió ese recuerdo. No su contenido, sino el hecho mismo de recordar, de llevar dentro una imagen de Cecilia niña, porque se creía sin recuerdos, vivía en un presente absoluto y no recordaba nada de su infancia, casi nada de su adolescencia. Su pasado estaba constituido por los recuerdos que tenían de ella los demás miembros de la familia (...) Los momentos de su vida que no existían para los demás y los demás no nombraban, habían dejado de existir para ella. (29)

Cuando Cecilia viaja a la Patagonia los recuerdos empiezan a surgir inesperadamente, sin que ella los busque. Para que Cecilia pueda recordar necesita que la madre se convierta en ausencia. Su constante presencia le impide poder pensar por sí misma. Todos sus recuerdos, además, están relacionados con ella. De hecho, en todos ellos el sujeto de la acción es su madre. La madre es quien actúa y la hija la que sufre pasivamente las acciones de su madre.
            En la novela de Silvia Italiano el proceso de monstruización de la madre está intrínsecamente unido a la capacidad de Cecilia para interpretar de forma verbal las imágenes del pasado que se agolpan en su mente. La ausencia de la madre es lo que permite que Cecilia desarrolle un lenguaje que explique su pasado. Es decir, es necesario el silencio materno para que la hija adquiera una voz propia. Sólo la lejanía materna crea un espacio vital para que Cecilia pueda atribuirles forma lingüística, significantes, a los referentes, a las imágenes que como piezas inconexas de un rompecabezas van brotando sin control en su mente. Por lo tanto, Un aire de familia plantea el proceso de adquisición de lenguaje de una hija en relación con la necesidad de la represión de la voz materna.
            Margaret Homans considera que, en nuestra cultura, la relación entre la necesidad de la ausencia materna y el proceso de adquisición del lenguaje se encuentran estrechamente vinculados. Es más, se ha convertido en un mito que subyace en gran parte de la literatura occidental: “the death or absence of the mother sorrowfully but fortunately makes possible the construction of language and culture” (2). La madre debe desaparecer para que pueda surgir la palabra. En este mismo mito se basa uno de los grandes principios del sicoanálisis. La palabra surge del deseo y el deseo surge por la ausencia. El llanto del bebe, ese primer significante usado por el ser humano, está denunciando la ausencia materna y su significado es el deseo que se quiere satisfacer, la necesidad de cubrir esa carencia. Es la no-presencia de la madre lo que impulsa al ser humano a ese intento primario de comunicación a través del grito. A su vez, este grito está conectado con la reaparición de la madre, de modo que el bebé toma conciencia del poder del lenguaje, del poder para re-crear, re-animar, traer de vuelta al ser que estaba ausente[6].
            Un aire de familia parte de este mismo principio. Es la ausencia de la madre, su lejanía espacial, lo que permite a Cecilia recordar y crear verbalmente una imagen de su madre a través de la interpretación de las imágenes del pasado que van surgiendo en su mente. Esta especul(ariz)ación destinada a re-crear a su madre está, sin embargo, destinada al fracaso. Cecilia no puede verbalmente dar una representación veraz de la madre real sino que lo que construye es la imagen ficticia que lleva interiorizada de la Madre Loca, un ser monstruoso que no se corresponde en absoluto con su madre —como se demuestra al final de la novela cuando ésta se apropia del discurso. Es el clásico conflicto de la palabra intentando no sólo representar, dar forma verbal al referente, sino suplirlo, creando un nuevo referente imaginario.
            Barbara Johnson observa la conexión que existe entre el apóstrofe y el grito primario del bebé y apunta:
There may be a deeper link between motherhood and apostrophe that we have hitherto suspected. The verbal development of the infant, according to Lacan, begins as a demand addressed to the mother, out of which the entire verbal universe is spun. Yet the mother addressed is somehow a personification, not a person (...) If demand is the originary vocative, which assures life even as it inaugurates alienation, then it is not surprising that questions of animation inhere in the rhetorical figure of apostrophe (...)  If apostrophe is structured like demand, and if demand articulates the primal relation to the mother as a relation to the Other, then [the figure of apostrophe] comes to look like the fantastically intricate history of endless elaborations and displacements of the single cry, “Mama!”.  (38)

            En la novela de Silvia Italiano todos los recuerdos de Cecilia están directamente vinculados a la relación con su madre. Sin embargo lo esencial de estos recuerdos es que funcionan como apóstrofes porque se suceden unos a otros reprochando, increpando, acusando a la madre de su crueldad, indiferencia y ceguera ante los sentimientos de su propia hija. Pese a que en la distancia Cecilia afirma que se había olvidado que tenía una madre, sus recuerdos son apóstrofes en el sentido de que al recordar, “hacen presente, animan y dan cuerpo humano” a la figura de la madre, no a su madre real, hay que recordar, sino a la imagen ficticia de la Madre Loca/Monstruo.
            El lenguaje nace como demanda; es un apóstrofe requiriendo ser escuchado por la madre. El bebé tras el grito-lenguaje anima o crea la aparición de la madre que cubre sus necesidades y asegura su vida. Así Cecilia vuelve a ese grito inicial del bebé para ser escuchada, para asegurar su subsistencia. Necesita que su madre la oiga, la escuche y se haga presente para poder alimentarla emocionalmente con su cariño, o con su sentimiento de culpabilidad.  Cecilia desea que escuche para poder castigarla; ver sufrir a la madre es lo único que ella cree puede ayudarle a superar la opresión de todos esos recuerdos terribles y dolorosos.
Porque en su adolescencia Cecilia había pensado en el suicidio, y no sólo para liberarse de una vida que a los dieciocho años se le había hecho insoportable, sino también para castigar a su madre (... ) Porque habiéndola hecho comparecer ante un tribunal en el cual ella, Cecilia, era al mismo tiempo víctima, fiscal, defensor y juez, y habiéndola declarado culpable de los cargos de incomprensión, frustración, represión, opresión y desamor, decidió imponerle una pena sin precedentes: la condena a muerte de la víctima. Como para ejecutar esa condena no le quedaba más remedio que constituirse también en verdugo, tendría que suicidarse (...) La razón por la que no lo hizo, (...) fue que suicidarse la dejaba a ella, la víctima, sin su merecida compensación, es decir, la privaba de la satisfacción de ser testigo del sufrimiento del reo. Pero ahora sí podía espiar el sufrimiento de su madre. (146)

El comprobar que todos en la Argentina la creen muerta la sitúa en una nueva posición. Ahora es Cecilia quien ha desaparecido trágicamente dejando a la nueva Amanda con el papel de la superviviente. Cecilia espera ver en su madre la misma desesperación ante su muerte que la que sintió ante la desaparición de su hermana.
            El texto, ya citado, en donde se muestra a la madre disfrazando a Cecilia niña con las ropas de Amanda, sirve para construir la monstruosidad de la figura materna y, además, plantea de manera directa otra invocación a un ser ausente. La madre abraza a Cecilia como si Amanda hubiera vuelto a casa, como si Cecilia hubiera desaparecido y en su lugar estuviera su hermana mayor. Dora elige entre sus hijas, abrazando la ficción de su hija mayor y dejando a la pequeña Cecilia como alienada protagonista y testigo de este deseo:
Recordó que algunos días su madre, con la misma sagrada solemnidad con que el sacerdote toma la hostia para darla a un comulgante, sacaba un vestido del ropero y se lo ponía a ella y después la miraba y la besaba, frenética, mojándole las mejillas con sus lágrimas, y la llamaba ¡Amanda, mi tesoro!, y ella, con las mejillas mojadas por las lágrimas de su madre y por las suyas, gritaba ¡soy Cecilia, mamá!, ¡soy Cecilia! (36)

En esta cita se puede comprobar lo que se repite en la mayoría de los recuerdos de Cecilia. Pese a que no tengamos una primera persona como narradora y un tú al que se dirija el apóstrofe, la narración en tercera persona, al incorporar el estilo directo en un diálogo sin receptores, está planteando una doble invocación. La madre al exclamar: “¡Amanda, mi tesoro!” está invocando a su hija muerta en la visión grotesca de su hija disfrazada y Cecilia gritando “¡soy Cecilia, mamá!, ¡soy Cecilia!” invoca a una madre ausente que no escucha, que se dirige a otra persona.  Toda la novela plantea la repetición de estas dos invocaciones: la madre pretendiendo resucitar a su hija desaparecida a través de la continua mención de su nombre y sus recuerdos, y Cecilia exigiendo que su madre olvide por un momento a esa hermana ausente y la escuche a ella, a la sobreviviente.
            Estas dos invocaciones —la de la madre hacia Amanda y la de Cecilia a su madre—, estos deseos de atraer la presencia del ser ausente, consiguen su objetivo de una manera no esperada. La invocación constante de la madre anima a un ser monstruoso, a una Cecilia completamente fragmentada mentalmente pero con un físico diseñado para convertirse en una réplica del de su hermana. Así el ser deseado se convierte en un ser doble monstruoso: “Amanda por fuera, Cecilia por dentro” como el mismo texto repite en varias ocasiones. Por otro lado, la invocación de Cecilia para que su madre la escuche no se produce como ella desea, ya que re-crea a un ser también monstruoso. El invocante, o las invocantes en este caso, dejan de tener el poder y dominio sobre la presencia y ausencia del ser invocado y, por tanto, se convierten en víctimas de su propia creación.
            En su análisis del poema de Shelley “Ode to the West Wind” Barbara Johnson explica: “The poet addresses, gives animation, gives the capacity of responsiveness, to the wind, not in order to make it speak but in order to make it listen to him— in order to make it listen to him doing nothing but address it” (31). De la misma manera, Cecilia no pide respuesta o explicaciones a su madre, no la quiere escuchar; lo que quiere es que su madre la escuche a ella, oiga el rencor que durante tantos años ha ido acumulando contra ella. De hecho, la materialización del deseo de la invocación destruye el apóstrofe, deconstruye la creación literaria. Sale a la luz lo ficticio de lo creado por el lenguaje frente a la veracidad de lo real.
            En la novela de Silvia Italiano, al convertirse en una realidad tangible el deseo implícito de la figura retórica se destruye al invocante. La materialización del deseo implícito del apóstrofe, es decir, el que el receptor escuche al emisor, se lleva al extremo de la animación, es decir, la presencia de la madre dispuesta no a escuchar sino a hablar. Es como si al final del poema de Shelley apareciera el viento contestando y corrigiendo las metáforas usadas. Nos encontramos frente a la desconstrucción, la desfamiliarización del funcionamiento tradicional del apóstrofe.  Cuando aparece Dora, la madre, se distorsiona el lenguaje, los significantes y significados dejan de ser fiables, dejan de tener una correspondencia natural y se denuncia su arbitrariedad. Cecilia vuelve a quedar muda ante la voz de su madre.
            Cecilia se encuentra con una madre que no sólo no la escucha sino que se apropia del relato, del discurso del pasado y le ofrece una nueva versión de los acontecimientos que desata otros recuerdos y la obliga a enfrentarse con el recuerdo del abuso sexual de su padre. La voz que durante meses la torturaba y a la que ella no podía atribuir un rostro es ahora identificada con la voz de su padre.
Otra voz, que no era la suya, ni tenía sexo, ni timbre, ni tono identificable y decía:  mamá siempre prefirió a Amanda... mamá hubiera querido que desaparecieras vos no Amanda... durante todo el embarazo mamá sentía que le quitabas hasta las ganas de vivir... que eras un vampiro chupasangre. (175)

            Estas ideas que durante años la mortificaron y que ella creía recuerdos de cosas vividas no eran más que las palabras del padre construyendo una imagen monstruosa de la madre para evitar que la niña chillara mientras él la abusaba sexualmente. Cuando tras las palabras de la madre, Cecilia recuerda el abuso sexual también sufrido por su hermana mayor, esa voz anónima encuentra su contexto y, por consiguiente, identifica a su padre como el origen de las palabras y sentimientos que hasta ahora había atribuido a su madre. De este modo todos los recuerdos de Cecilia pasan a cobrar un nuevo sentido:
Me dice no tengas miedo, Ceci, papá está aquí para proteger a su regalona, a su reina, y se sienta en la cama y me besa el pelo (...) mamá sufre mucho porque mamá quería a Amanda más que a nada en el mundo, más que a vos y más que a mí, pero nosotros dos también nos queremos mucho, ¿no es cierto?, y si mamá no nos quiere no nos importa ¿no es cierto? No, papi, digo yo, pero sí que me importa, yo quiero que mamá me quiera. Papá me desabrocha el saco del piyama primero y después me baja el pantalón. Me da vergüenza y me da miedo(...)Es nuestro secreto, Ceci, me dice papá, no se lo tenés que decir a nadie (...) Ceci, cuando mamá te tenía en la panza decía que eras muy mala y le hacías mal, que eras como un vampiro, y por eso no te quiere, pero yo siempre te quise, más que a nadie, no me tenés que traicionar, Ceci. No, papi. Nunca, Ceci. Nunca, papi.(274-5) [Cursiva en el original]

            En Un aire de familia este abuso sexual se complica más al convertir a la madre en inusitado cómplice de este acto. La madre conoce el abuso sexual sufrido por su hija mayor, Amanda, porque ésta vino a pedirle ayuda acusando al padre, pero ella no la creyó: “al principio no te creí pero después vi que era verdad, lo que me decías era cierto, y yo, en vez de protegerte y hacerle frente a tu padre, me dije ya va a pasar, no es nada, si pienso que es un sueño, será un sueño” (268). Dora se siente doblemente responsable por la desaparición de su hija: por el abuso sexual sufrido y por no haber hecho nada para evitarlo. A partir de ese momento su obsesión será proteger a su hija menor de la posibilidad de este abuso. Cuando Dora llega a Nueva York y cree hablar con Amanda le explica el extraño comportamiento de Cecilia. Al apropiarse del discurso la madre ofrece un nuevo significado a las imágenes del pasado de su hija. No sólo Dora nunca rechazó a Cecilia y siempre la quiso sino que era Cecilia precisamente quién se autoaniquilaba pretendiendo ser su hermana desaparecida:
Pero tu hermana fue ingrata y nunca me agradeció lo que hice por ella, cómo  me sacrifiqué viviendo aún años con tu padre para salvarla, por supuesto no sabía lo que pasaba, ni lo que ya había pasado, pero veía bien que yo seguía en la casa por ella (...) quería ser como su hermanita, era una obsesión, me pedía siempre que le pusiera tus vestidos, yo los tenía guardados porque no me podía deshacer de ellos, y Cecilia me imploraba cuando estábamos solas que le pusiera tus vestidos y miráramos el álbum con tus fotos, quería ser como vos. (269-70)

Dora nunca llegó a comprender las extrañas reacciones de Cecilia porque ignoraba la manipulación a la que su marido la tenía sometida. No sospechó siquiera que su esposo estaba repitiendo el abuso sexual con su hija menor.
            Un aire de familia presenta grandes similitudes con la novela de Toni Morrison Beloved en la construcción de la relación madre e hija. En estas dos obras se muestra a una madre que provoca la destrucción de su propia hija: la muerte física de Beloved y síquica de Cecilia/Amanda —nótese el parecido entre los nombres de las hijas: Beloved y Amanda. Sethe, la protagonista de Morrison, degolla a su hija Beloved para evitar que sufra la misma esclavitud de la que ella acaba de escapar. Dora al negar la pedofilia de su marido provoca la huída de Amanda. Las dos hijas sufren la amenaza de la agresión masculina —por el amo blanco en Beloved y por el padre en la novela de Italiano—, pero se deposita en manos de las madres la responsabilidad de protegerlas por más indefensas que ellas mismas se sientan a su vez. Así se desplaza la culpa del verdadero agresor situándola sobre la madre quien se encuentra en una situación de obvia desventaja en cuanto a su poder real para poder proteger a sus hijas.
            Lo más notable en cuanto a la relación entre ambas novelas es que a ambas madres, Dora y Sethe, se les ofrece la oportunidad de hablar, de explicarse ante la hija a la que victimizaron. Marianne Hirsch comenta:
Sethe’s story, like Yocasta’s is, as Morrison insists, ‘not a story to pass on,’ yet this novel does allow the mother to speak for herself, to speak her own name and the daughter’s, to speak, after eighteen years, her unspeakable crime to her daughter. It allows Beloved to return, like Persephone, so that mother and daughter can speak to each other. (7-8)

En Beloved y Un aire de familia se nos presentan argumentos hasta ahora inenarrables donde se alternan la autoridad patriarcal, la relación sexual incestuosa y el horror ante las consecuencias presentes que las decisiones y acciones del pasado han provocado. Es precisamente la narración de lo inenarrable lo que ha permitido la creación de un espacio alternativo en el cual las madres pueden hablar, explicar, dar su versión de los hechos para poder intentar reconstruir la matrilinealidad que la ley patriarcal destruyó.
            Sin embargo, el encuentro entre madre e hija tiene consecuencias devastadoras para la primera en vez de provocar un alivio terapéutico. La hija que destruyeron reaparece como un ser monstruoso: Beloved tiene el comportamiento de un bebé de año y medio —cuando fue asesinada— y el físico de una joven de 18 años —el tiempo que ha transcurrido desde el infanticidio. A su candor, deseo de ser amada y estar junto a su madre se unen un rencor y deseo de destrucción igualmente intensos. Algo semejante se produce entre Dora y su hija.  En vez de encontrarse con su idealizada Amanda, la madre se enfrenta con la simbiosis física y mental de sus dos hijas en un solo cuerpo y una sola mente. Es un ser que la necesita con la misma intensidad que la odia.
            Este encuentro deja a ambas madres consumidas por el dolor y por la presencia insaciable de sus hijas. El proceso devorador de las hijas queda reflejado en el deterioro  de la salud de las madres a partir de este encuentro: Sethe enferma de tal manera que apenas tiene fuerzas para moverse o respirar y Dora desarrolla una depresión nerviosa y no puede dejar de llorar. Finalmente, a Sethe se le otorga la oportunidad de salvarse cuando al revivir alucinatoriamente la escena que la llevó al infanticidio —la llegada a la puerta de su casa de un hombre blanco en un carro— decide esta vez asesinar al hombre blanco causante del mal en vez de dirigir la agresión hacia su hija. En ese momento Beloved desaparece y a Sethe se le concede una segunda oportunidad para recuperarse y vivir. Sin embargo, Dora nunca podrá recobrarse porque por segunda vez no pudo evitar el abuso de su marido hacia su hija. En vez de dirigir su agresividad hacia su marido, en ambos casos, la dirigió hacia sus hijas ignorando la llamada de auxilio de ambas. Este segundo fracaso la encadena a vivir desesperada, atada a una hija cuyo cuerpo es el de una mujer de treinta y dos años pero cuya mente se quedó anclada en el momento de sufrir la agresión paterna a los seis años.         
            Pese a mostrar a la madre como cómplice, Un aire de familia deja claro el hecho de que el verdadero culpable de la demencia de Cecilia es el padre no sólo por la violación física sino como responsable de la ruptura de la relación matrilineal. Pese a simular ser su protector, el intermediario entre ambas, el padre es la causa del silencio que las separa. Con sus sutiles amenazas el padre silencia primero a Cecilia y luego a la madre a través de la ventriloquía, al atribuir a estas últimas palabras y sentimientos que consiguen alienar a la una de la otra. Cuando ambas mujeres rompen el silencio impuesto por el padre se descubre su manipulación.
            El abuso sexual sufrido por Cecilia es una clara metáfora de la violación mental a la que la sociedad homocéntrica somete a la mujer, alienándola de sí misma y provocando la destrucción de la matrilinealidad. La figura paterna se convierte en símbolo de la economía patriarcal en su deseo de controlar y silenciar a las mujeres. De hecho, el mismo discurso de la novela hace obvio que la violación paterna es tanto física como mental. En una de las descripciones del abuso sexual que sufre Cecilia se asocia claramente el ahogo de su voz con el sexo masculino: “Bésame, Ceci, bésame, me dice papá y yo me asfixio, no puedo respirar, no puedo gritar, no puedo hacer nada y me dan arcadas y papá me empuja la cabeza hacia atrás y hacia delante” (275). Con su pene, el padre viola la boca de la niña silenciándola, acallando sus gritos, y con sus palabras viola su mente.
            El funcionamiento de estas estrategias de represión de la mujer sólo puede ser garantizado mediante la colaboración de las mismas mujeres en este proceso. Se necesita la supresión de la voz de ambas, madre e hija, para que la manipulación del padre siga siendo invisible. De este modo, el silencio en el que Cecilia basa la relación con su padre es lo que produce su autodestrucción. Lo mismo se puede decir de la madre: silenciada por el padre a través de la ventriloquía; por la sociedad, por el tabú sobre la sexualidad que le impide hablar y prevenir a su hija; y finalmente, por las leyes, ya que como Dora misma explica a su hija, hablar y denunciar la agresión paterna, la convierten en una loca para la sociedad y la podían haber llevado a perder la custodia de  su hija (269).
            La complicidad de Cecilia con su propia destrucción la lleva a una locura que la silencia, aun más que antes. El silencio exigido por su padre para ocultar su violación, el silencio que el deseo ajeno impone a su persona y que la llevan a querer convertirse en un reflejo que la aliena, el silencio de la locura consiguen poco a poco hacerla invisible, hacerla desaparecer para la sociedad.
 Aunque no le conté nunca mi secreto. No le dije nunca que soy Amanda, por afuera soy Amanda y por dentro soy Cecilia, pero ella se dio cuenta sola. Es de Amanda el cuerpo que papá encuentra en la cama por la noche. Por fuera soy Amanda y por dentro soy Cecilia. (...) Mamá está triste y llora otra vez. ¿Por qué llora? Si no sabe que fue tan incapaz de proteger a Cecilia como a Amanda. Yo no se lo dije. Entonces, ¿por qué llora? Debe ser porque Cecilia murió pensando que ella no la quería... Pero no, ¿qué estoy diciendo?... (275-6)[Cursiva en el original]

En el flujo de conciencia de Cecilia los tiempos verbales ya no representan una concepción lineal cronológica sino que sus fronteras se han borrado completamente. El futuro ha dejado de existir y el presente actual —Cecilia en la habitación de un manicomio—, el pasado cercano —el momento en que la madre le re-descubre el abuso sexual de su hermana Amanda— y el pasado lejano—cuando ella misma es víctima del abuso paterno— se encuentran completamente fundidos.
            A esta fusión temporal se une la fluidez del concepto de identidad. No sólo Cecilia ya no puede separar su identidad de la de su hermana sino que la percepción de la habitación que la rodea, los muebles, los sonidos muestran su fusión con el espacio que la rodea[7] :
Todo parece un sueño. También parece real. Si pudiera elegir elegiría estar soñando (...) Sigo en esta pieza triste de esta casa triste y desconocida, sentada en el borde de la única silla. La ventana que tengo delante me parece ahora una boca grande y negra con colmillos amarillentos. (...) Sólo sé que las cosas no son siempre como a uno le parecen, ni como uno cree, ni como uno dice, ni como uno recuerda, ni como uno quiere. (276)

Cecilia vuelve a una etapa pre-edípica, intenta la fusión con la madre en una imperfecta regresión al pasado que la aísla. Encerrada en la habitación de un hospital siquiátrico, Cecilia personifica la vuelta al útero materno en el que el tiempo y la separación de identidades todavía no existen. La ventana, esa vagina metafórica que establece el umbral de unión entre este útero y el espacio exterior, es presentada como una boca monstruosa y la realidad externa como una espesura negra y amenazante.
            El final de la novela parece plantear la imposibilidad de renacimiento o cambio. Se presenta a Cecilia sumida en la demencia y a Dora, su madre, en la depresión. Aunque para algunos la locura es una forma de rebeldía, realmente, no es más que un proceso de autodestrucción que no promueve el cambio. Señala Shoshana Feldman en “Women and Madness”:
Depressed and terrified women are not about to seize the means of production and reproduction: quite the opposite of rebellion, madness is the impasse confronting whom cultural conditioning has deprived the very means of protest and self-affirmation. Far from being a form of contestation, “mental illness” is a request for help, a manifestation both of cultural impotence and of political castration. This socially defined help-needing and help-seeking behavior is itself part of female conditioning, ideologically inherent in the behavioral pattern and in the dependent and helpless role assigned to women as such. (7)

            Llama la atención el gran número de novelas escritas por mujeres que al tratar la ruptura de la matrilinealidad desarrollan el tema de las enfermedades  cuyo origen es sicosomático. Existe una clara relación proporcional entre la inestabilidad emocional y fragilidad física de las hijas protagonistas de estas obras y el nivel de locura o monstruosidad con que la figura de la madre es construida. La relación de odio/amor con la madre, el deseo de negar el lazo biológico y psicológico que le une a ella se manifiesta en una agresión síquica hacia el propio cuerpo. Recuérdense las migrañas, depresiones, insomnio y vómitos de la protagonista de Julia de Ana María Moix (España), la asfixia en La raíz del sueño de Marta Brunet (Chile), la agorafobia en Desde el mirador  de Clara Sánchez (España), la depresión nerviosa en El mismo mar de todos los veranos de Esther Tusquets (España), embarazo psicológico y depresión en Como agua para chocolate de Laura Esquivel (México), la bulimia en Beatriz y los cuerpos celestes de Lucía Etxebarría (España), o el desequilibrio psicológico anunciado en las últimas páginas de Balún Canán de Rosario Castellanos (México). Estas enfermedades sicosomáticas vienen a reflejar la agresión de estas mujeres hacia sí mismas[8] . Su malestar sicológico no se manifiesta en rabia o ira hacia afuera; todas las protagonistas callan ante la agresión que consideran que su madre está ejerciendo sobre ellas. Ninguna se revela. La protagonista de Un aire de familia explica:
En treinta años [su madre] no había escuchado jamás su voz por encima del tono que conviene a una niña educada y luego a una joven respetuosa y luego a una mujer discreta, salvo por los gritos involuntarios que le arrancaban las pesadillas. Nunca había expresado rabia ni odio. Y no soportaba más ser esa Cecilia obediente, mesurada, austera, mansa  (...) Casi podría decirse que en todos esos años lo único que había hecho para llamar la atención había sido engordar, ocupar un poco más de espacio. (57)

Los deseos insatisfechos, la ira, la angustia se revierten sobre ellas mismas y las convierten doblemente en víctimas: de la supuesta tiranía de su madre y de su debilidad física. Esta actitud victimizante, lejos de provocar la lucha o el cambio, deja a estas protagonistas inmovilizadas en su rencor, les impide luchar contra las estructuras patriarcales que provocan su opresión porque todo su odio y  agresividad la dirigen hacia sí mismas y hacia sus madres. De este modo, las hijas se convierten en partícipes involuntarias del sistema represivo que las subyuga.
            Sin embargo, en todas las novelas de mujeres que rezuman rencor y desprecio hacia la madre subyace al mismo tiempo un enorme deseo de unión, de reconciliación. Judith Herman señala: “Women’s literature of the past ten years is filled with the voices of daughters seeking their mothers. The quest generally begins from a point of estrangement, anger, and reproach and moves toward solidarity. One can detect the longing for closeness behind the anger” (140). El problema yace en que la reconciliación entre madre e hija es imposible mientras se privilegie la voz de esta última. Únicamente mediante la creación de espacios en los que la madre pueda apropiarse del discurso y recuperar la autoridad de su voz se puede conseguir la regeneración de los lazos afectivos matrilineales. Al otorgar a la madre la posibilidad de recuperar su voz, hablar, explicarse y dialogar con su hija, se consigue desmonstruizar a la figura materna y destruir la ficción de la Madre Loca. Sólo la autorización de su palabra puede devolverle la humanidad, la individualidad que la sociedad patriarcal le robó desde el momento que impuso sobre ellas el rol de la “madre ideal”. Como asegura Irigaray: “if mothers could be women, there would be a whole mode of a relationship of desiring speech between daughter and mother” (“Women-Mothers” 52).
            Aunque Silvia Italiano cierra las puertas de la recuperación y superación a sus personajes, las abre para sus lectoras. Partiendo de la tradición hijacentrista falogocéntrica que silencia la voz materna, esta autora consigue subvertir las estructuras patriarcales en las que este hijacentrismo está basado para crear un espacio alternativo en el que la madre puede apropiarse de la palabra y recobrar su autoridad discursiva. Al mismo tiempo, su novela consigue plantear problemas tan esenciales para el feminismo como son la destrucción de la matrilinealidad como estrategia patriarcal para aislar y controlar a la mujer y el desarrollo de la identidad femenina basado en el deseo masculino.
            La lectora al poder escuchar la voz de la madre en las últimas páginas ha podido separar la fusión entre el ser que es Dora y la Madre Loca interiorizada de Cecilia. Las cinco páginas en las que Dora se apropia del discurso permiten la destrucción de la ley del silencio impuesta por el padre y denuncian el verdadero origen de la agresión sufrida por ambas, madre e hija. Las palabras de la madre surgen de las fisuras del entramado ideológico patriarcal amenazando con su mera existencia la estabilidad de dicho sistema. Es más, al comprobar que la imagen ficticia de la Madre Loca es una construcción paterna cuyo móvil es controlar, abusar y manipular a su hija le permite llevar esta novela a otro nivel, a reconocer como valido lo que sugiere Susan Caplan: “las hijas odian a sus madres porque eso es lo que se les ha enseñado”(2). Es la sociedad patriarcal la que utiliza a la mujer para reproducir su sistema ideológico y luego la repudia, hace que las nuevas generaciones la vean como un monstruo, como a una loca que no debe ser escuchada  porque su voz es irracional y su comportamiento aberrante. La economía patriarcal ha utilizado y manipulado la relación entre madre e hija para asegurarse su propia reproducción. La destrucción del vínculo matrilineal es un elemento clave para garantizar el mantenimiento del estatus quo, de la opresión femenina, porque consigue no sólo victimizar a las mujeres sino que incluso ellas mismas —tanto madres como hijas— participen activamente en su proceso de subyugación. Novelas como Un aire de familia de Silvia Italiano subvierten las estrategias del patriarcado consiguiendo hacer evidente la importancia y la necesidad del restablecimiento de los lazos matrilineales para romper con el ciclo de victimización que las mujeres sufren y del que, desgraciadamente, son participes.
           
                         
                                                                                              Miryam Criado
                                                                                              Hanover College



OBRAS CITADAS
Allende, Isabel. La casa de los espíritus. Barcelona: Plaza y Janés, 1982.
Angel, Albalucía. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Barcelona: Argos Vergara, 1984.
Belli, Gioconda. La mujer habitada. Barcelona: Emecé, 1996.
Brunet, Marta. La raíz del sueño. Santiago: Zig-zag, 1949.
Caplan, Susan. Don’t Blame Mother. Mending the Mother-Daughter Relationship. New York: Harper & Row, 1989.
Castellanos, Rosario. Balún-Canán. México: Fondo de Cultura Económica, 1957.
Chacel, Rosa. Memorias de Leticia Valle. Barcelona: Plaza y Janés, 1986.
Esquivel, Laura. Como agua para chocolate. Novela de entregas mensuales con recetas, amores y remedios caseros. México: Planeta, 1989.
Etxebarría, Lucía. Beatriz y los cuerpos celestes. Barcelona: Destino, 1998.
Feldman, Shoshana. “Women and Madness: The Critical Phalacy.” Diacritics 5 (Winter 1975):
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Ferré, Rosario. Papeles de Pandora. México: Joaquín Mortiz, 1976.
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Herman, Judith & Helen B. Lewis. “Anger in the Mother-Daughter Relationship.” The Psychology of Today’s Woman. New Psychoanalytic Visions. Ed. Tony         Bernay. Cambridge, Mass: Harvard UP, 1989.  139-63.
Hirsh, Marianne. The Mother/Daughter Plot. Narrative, Psychoanalysis and Feminism. Bloomington: Indiana UP, 1989.
Homans, Margaret. Bearing the Word. Language and Female Experience in Nineteenth-Century Women’s Writing. Chicago: Chicago UP, 1986.
Irigaray, Luce. “The Bodily Encounter with the Mother.” The Irigaray Reader. Ed.             Margaret Whitford. Cambridge: Basil Blackwell, 1991.  34-46.
— — —. “Women-Mothers, the Silente Substratum.” The Irigaray Reader. Ed. Margaret Whitford. Cambridge: Basil Blackwell, 1991. 47-52.
Italiano, Silvia. Un aire de familia. Barcelona: Seix Barral, 1995.
Laforet, Carmen. Nada. Madrid: Destino, 1983.
Johnson, Barbara. “Apostrophe, Animation, Abortion.” Diacritics  16.1  (1986): 29-47.
Lagos, María Inés. Escritoras de Hispanoamerica. Ed. Diane Marting. México: Siglo XXI, 1990.
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Moix, Ana María. Julia. Barcelona: Seix Barral, 1970.
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Rich, Adrienne. “Notes Toward a Politics of Location.”  Women, Feminist Identity, and Society in the 1980’s. Ed Myriam Diaz-Diocraretz.  Amsterdam: Benjamins, 1985.
Roig, Montserrat. La hora violeta. Barcelona: Plaza y Janés, 1991.
Sánchez, Clara. Desde el mirador. Madrid: Alfaguara, 1996.
Thurer, Shari. The Myths of Motherhood. How Culture Reinvents the Good Mother. Boston: Houghton Mifflin Co, 1994.
Tusquets, Esther. El mismo mar de todos los veranos. Barcelona: Lumen, 1978.
Waugh, Patricia. Feminine Fictions. Revisiting the Postmodern. New York, Routledge, 1989.



[1] Ejemplos de este tipo de protagonistas se encuentran en Ifigenia de Teresa de la Parra (Venezuela), Memorias de Leticia Valle de Rosa Chacel (España) y Nada de Carmen Laforet (España).
[2] Así,  las madres que aparecen en La mujer habitada de Gioconda Belli (Nicaragua), Balún Canán de Rosario Castellanos (México), Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Albalucía Angel (Colombia), por citar unas cuantas, no son caracterizadas como seres individuales sino como caricaturas sociales. Por un lado se las acusa por no haberse comportado de acuerdo a la construcción imaginaria de la madre ideal  mientras que, al mismo tiempo, son rechazadas por representar el rol materno en su papel reproductor de la economía patriarcal.
[3] No es frecuente encontrar novelas en las que la protagonista sufra la experiencia del embarazo y la maternidad. Sin embargo, hay algunos ejemplos interesantes de novelas que no sólo tratan la maternidad sino que, además, subvierten este mismo concepto a través de asociarlo con temas hasta ahora silenciados o excluidos de la literatura, como son los sentimientos de horror de una mujer ante los cambios que un embarazo produce en su cuerpo, como expresa el personaje de Ágnes en La hora violeta de Montserrat Roig (España); el embarazo debido a la violación que Isabel Allende (Chile) narra en La casa de los espíritus, Sara Gallardo (Argentina) en Enero, o Rosario Ferré (Puerto Rico) en su cuento “La bella durmiente”; y el aborto como elección en La nave de los locos de Cristina Peri Rossi (Uruguay).
[4] El concepto madre es una construcción ficticia porque parte del presupuesto de que cuando una mujer se queda embarazada, así como su cuerpo cambia para adaptarse al nuevo ser, su propia mente sufre una trasformación que la convierte en un ser diferente: generoso, sacrificado y sin más deseo que el de satisfacer las necesidades de su criatura. Esta falacia ha sido tan asimilada por nuestra cultura que ha pasado a considerarse como una verdad natural. De este modo, las mujeres que no se comportan de acuerdo a este modelo materno, impuesto por la economía patriarcal, son consideradas aberrantes, monstruos egoístas o locas. Son las mujeres a las que se imputa su antinaturalidad no a la construcción imaginaria de madre ideal.
[5] En esta novela aparecen dos tipos de ventriloquías superpuestas. Por un lado se encuentra la ventriloquía del padre al atribuir a su mujer sentimientos y frases nunca expresados por ella y, por otro, la ventriloquía de la misma Cecilia al asociar con su madre experiencias tergiversadas que nunca ocurrieron tal y como ella afirma recordar.
[6] Esto implica, además, la asociación que el bebé establece en la que cualquier carencia, dolor, hambre o molestia puede ser resuelta con la presencia de la madre. Esto lleva a atribuirle una omnipotencia que, al descubrir falsa años más tarde, al comprobar la humanidad y la imperfección de su madre, le hace degradarla por debajo de la categoría de los demás miembros de la familia que no fueron objeto de tal idealización.
[7] Waugh señala: “Schizophrenic experience is an experience of isolated, disconnected, discontinuous material signifiers which fail to link up into a coherent sequence. The schizophrenic thus does not know personal identity in our sense, since our feeling of identity depends on our sense of the persistence of the ‘I’ and the ‘me’ over time (...) The fragmentation of subjectivity (conceived as ego) is the final defense against the fear of annihilation by the object and the desire, therefore, to destroy the object oneself” (9).
[8] Elizabeth Spellman (Hirsch 166) relaciona la somatofobia , es decir, la ansiedad y la negación que el propio cuerpo provoca, con la represión materna, no sólo en cuanto a la madre sino en cuanto a la maternidad misma. En la mayoría de las obras en donde aparece la represión materna, la maternidad de la protagonista está fuera de cuestión. Existe, además, un claro rechazo hacia los niños que se extrema en la obra de Silvia Italiano al llevar a la protagonista a sentir repulsión por éstos y a maltratar físicamente al bebé que cuida a diario sin que sienta ningún remordimiento por ello. En las otras dos ocasiones en que se menciona la capacidad reproductora de Cecilia es para provocar el extrañamiento sobre la maternidad tradicionalmente concebida al describir su aborto (65) y la venta de un óvulo, no con fines altruistas, sino con el objeto de comprar muebles para su apartamento (173).

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